El estrés se conjuga en estos fríos días de invierno (o infierno) que anuncian el fin de año, para mezclarse con un montón de sensaciones decembrinas; días crudos, noches fatalistas y muy cansadas, calles llenas de movimiento y carentes de significado.
A veces creo que sí me quejo un montón, más de lo necesario. Pero de pronto se pone medio feo levantarse a las 5 de la mañana con el cuerpo pesadísimo, con un gancho invisible atado en la nuca que te jala hacia la cama; aguantar el hambre en clases y procurar mantenerme activo para no recordar lo poco que dormí, porque de lo contrario empiezo a cabecear hasta en los camiones mientras cargo la mochila pesadísima; por la tarde a darme un tiro con el calor sofocante para no caer rendido en la oficina, y por la noche llegar ya bien amolado, tirarme un ratito al sillón de la sala, darme un baño, la cena y esos rituales previos al descanso.
En fin, me llevo muchos gratos recuerdos, buenos amigos, tantos camaradas, amores frustrados, sueños, experiencias increíbles, inquietudes, oportunidades, situaciones de estrés, gente que se ganó para mí el título de Maestro, y otros tantos profesores; momentos de incertidumbre, otros de procupación, unos pocos de embriaguez y hasta otros de soledad. Y todo esto seguramente me hará brotar una modesta sonrisa, delatando mi recuerdo del caminar por la mañana, contra el viento frío en mi cara, deseando un café mientras encojo los hombros y sigo contemplando a todos con sus prisas, platicando, buscando su lugar, y yo a prisa, a prisa, preocupado por que no me vayan a cerrar la puerta.
Si todo sigue marchando como debe, dos días más.
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